viernes, 16 de octubre de 2015

Amores platónicos.

     —Tienes un segundo para alcanzarme— dije. Ella levantó la mano con una agilidad impresionante hasta tocarme el hombro. 
     —¡Listo!
     —Me refería a alcanzar la infinidad de mi querer...
     Sus mejillas se ruborizaron y bajó la mirada. Era esa timidez tan coqueta la que me encantaba y provocaba en mí un placer inexplicable. La tomé en mis brazos como para tranquilizarla, pero me di cuenta que su corazón palpitaba con una fuerza impresionante. Acaricié sutilmente su cabello negro hasta que levantó la cabeza y me disparó una mirada encantadora. Retiré con lentitud el mechón que cubría su frente y besé su rostro. 
     Se aferró a mí como niño a su juguete. 
     —Hey, tranquila— dije enternecido, — no se va a acabar el mundo...
     —Pero se acaba este momento, que es casi lo mismo.


*
     A pesar de todo, no éramos novios. Éramos simples amantes acobardados, incompletos. Sus labios, cual barco turístico, me invitaban a una travesía a la que jamás abordé. En sus ojos parecían haber cadenas que te atrapaban en una prisión paradisíaca. 
     —Debo ir a casa.
     —¿Te acompaño?
     —Por favor...
     Caminamos bajo una noche transparente y estrellada, tomados de la mano. Las calles yacían solitarias pero acogedoras. Los pasos, cada vez más lentos y alargados, parecían no querer llegar a su destino. Se detuvo un momento para acomodarse el cabello en un chongo que la hacía ver condenadamente bella, exquisita.
     —Linda luna ¿No crees?
     —No tanto como tú con ese labial y ese peinado.
     El rubor apareció de nuevo.


*
     Su hogar no era muy grande, pero era adecuado para una mujer que vive sola. Un lugar elegante de estilo minimalista por fuera y un tanto barroco por dentro. Una combinación alocada pero bastante atractiva.
     —¿No crees que hemos dejado caer demasiada arena al otro lado?
     —¿Qué?— contesté, sin comprender lo que me decía.
     —Sí, que hemos dejado pasar mucho el tiempo... 
     Ya adentro, comenzó a zafar su blusa, botón tras botón. Comenzó a divisarse un vientre delgado y un ombligo hechicero que se convirtió en el centro del mundo. La blusa cayó, dejando al aire unos hombros delicados. Y también la falda, desamparando unas piernas divinas. Y el sostén y las bragas rojas. Ahí, entre sus piernas, estaba la puerta a otro mundo. 
     Me desnudé y me acerqué.     
    En la cercanía nuestros cuerpos parecían arder. Con cada milímetro menos de distancia nos desintegramos de a poco, hasta consumirnos en un contacto magnético. 
Y nos desvanecimos, sin más. Sin haber rosado siquiera los labios...

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