viernes, 15 de enero de 2016

Epitafio.

     —¿Te parece que aún tengo fuerzas?
     —Por supuesto abuelo. 
     —Pero estoy a punto de morir.
     —Entonces no hay tiempo que perder. ¿Acaso no merece el amor de tu vida ese último suspiro? Y más importante aún, ese, tu último suspiro, merece quedar pactado en un beso.

     Quité la sarta de cobijas que lo envolvían y lo ayudé a levantarse. Era lento, pero parecía decidido. Con gran esfuerzo lo coloqué sobre una silla de ruedas vieja y malgastada, pero suficiente para transportarlo hasta el automóvil. Era un lejano Cadillac, bien conservado, auténtico. 
     Pisé el acelerador, señal de que una gran travesía había comenzado.
     —En este mismo auto tu abuela y yo viajamos hasta el cansancio— me decía, con una voz pausada pero enérgica. Compartimos tantos paisajes, tantas aventuras, pero ninguno tan espectacular como el largo viaje de camino a su corazón. Hasta el día de hoy no he logrado comprender cómo es que logramos vivir tantos años juntos, y más aún, cómo es que si soportamos tanto, desistimos en el intento. ¿No te parece una barbaridad? Nos queríamos como no puedes imaginarte. Pero a veces el amor no basta. A veces no basta un simple (¿o complejo?) acto de complicidad, ni las caricias enervantes ni las noches bajo las estrellas. No siempre se puede hijo, aunque lo intentes todo. ¿O acaso no lo habremos intentado todo? Vaya uno a saber. 
     —Todavía no era todo, abuelo. ¿Se da cuenta? Este último episodio de rebeldía y amor loco es el as bajo la manga, 
     —Y no sabes cuánto te agradezco, hijo mío. ¿Sabes? Amarla siempre fue un peligro. Topar con sus ojos significaba quedarte inmóvil, casi inerte. Sentir uno sólo de sus besos equivalía a múltiples noches de insomnio. Pero de todos los pecados, tomar su mano era el peor: desde ese instante te volvías prisionero a voluntad, no había salida. Tomar su mano era implosión, sumisión y lascivia. Era conocer el firmamento, tocar las nubes y arder en el infierno. 
     Sus labios se cerraron. De pronto su mirada estaba en la ventana, buscando algún lejano horizonte de recuerdos. Una sonrisa solar iluminó su rostro; estaba más vivo que nunca. El viento le golpeaba el rostro haciendo vibrar sus arrugas, los ojos se le entrecerraban con cómica alegría y sus dedos chocaban con sus piernas al ritmo de la fantasía. No dijo ni una sola palabra más en todo el camino, y sólo pronunciaría un par de frases más antes de despedirse del mundo...   
    Treinta minutos duró el viaje y tan sólo quince segundos el golpe bajo. La abuela se había ido, sólo por un tiempo. se había enterado de la muerte de su esposo y no quiso saber nada más. No quería presenciarlo, porque en el fondo también lo seguía amando, también destrozaría su alma. Era difícil creerlo, era una decepción increíblemente dolorosa. Pero al parecer el abuelo no estaba de acuerdo, son una voz que indicaba menos resignación que victoria, dijo:
     —¿Te acuerdas de los atardeceres de tu infancia? Quiero que me lleves a ese lugar, por favor. 
     —De acuerdo.
     Por alguna razón se mostraba tranquilo, en paz. Todo el camino estuvo callado pero con la misma sonrisa pintada. Al llegar se bajó del auto sin esperar mi ayuda, y se recargó sobre él. Y se quedó ahí, observando unos discretos arreboles. «Seguro que en algún lugar de este cielo se están encontrando. Están rezando por el bien del otro», pensé.

*

     Sí, el viejo se murió a la mañana siguiente y vivo en la seguridad de que se fue contento.
     Tengo una leve sospecha de qué era lo que intentó decir en su epitafio, y me parece que no puede haber mejor descripción del amor:
«Lapsus linguae: Me muero. Perdón, quise decir Te quiero»


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