martes, 2 de febrero de 2016

Síndrome de Frégoli.

A final de cuentas estamos sólo tú y yo. Pero esto no es lo que esperaba. 
     
Nos dimos un último beso, señal de que todo estaba extinto. Con lentitud impúdica comenzó a retirar las sábanas y a vestirse. Todo en ella era pureza, sinceridad y pasión. 
     —Mucha suerte— dijo. La puerta soltó un chirrido triste y con un suave golpe se cerró. Esto no era una tregua, ni mucho menos una prórroga, era el final. Jamás hubiese dejado que se marchara sino fuera porque a mi lado, ella no hacía más que sufrir. El peor enemigo no siempre es malvado, a veces, la bondad es tan mortal como el infierno mismo. ¿Cómo vencer a quién te deja sin aliento? ¿Cómo combatir a quién no hace más que cuidarte? 
     Lo admito, la extrañaré. Extrañaré cada rincón de su cuerpo, cada lunar, cada roce. Extrañaré los cielos y los abismos, los gritos y los silencios, los adioses, las bienvenidas...

     Me enrosqué entre las cobijas, decidido a dormir unos minutos más. Mi cuerpo estaba tenso. Mis ideas volaban cual pájaro ciego, de aquí para allá, a gran velocidad, hasta estrellarse con las paredes de la realidad. 
     No podía estar más en ese lugar. Me vestí, me puse los zapatos y comencé a caminar con pasos retrasados y a tanteos. Me detuve un momento e intenté concentrarme. Uno. Dos. Dí rápidas pero controladas inhalaciones y exhalaciones. Seguí respirando con los ojos cerrados hasta que estuve seguro de haberme recuperado. 
     —¿Se le ofrece algo más, señor?
     —¿Mariana?
     —¿Perdón?
     No. No era ella. Era la recamarera, que no pudo evitar mirarme con extrañeza e incertidumbre. «Disculpe, la confundí. De hecho ya voy a retirarme, muchas gracias». Crucé la puerta y entré al elevador. «Buenos días», «Buen...» ¿Tú aquí? No, no, no. «¿Se encuentra bien?», «Claro, es sólo que... disculpe».
     En cuanto el ascensor se detuvo, salí a toda prisa, buscando el auxilio de las calles de los suburbios. Deambulaba sin rumbo ni misión. El bulevar se encontró vacío durante los primeros cinco minutos, después repetidas sombras se aparecieron, impasibles y tranquilas. Llevaba la mirada gacha, creyendo que miles de ojos se detenían a verme. «¡Este sujeto está loco!», seguro murmuran entre ellos. 
     Con las manos en los bolsillos seguí avanzando a paso nervioso y agitado. Los murmullos se hacían cada vez más fuertes y las pisadas vecinas me hacían temblar de angustia. Millones de sonidos repiqueteaban en mis oídos al borde de lo insoportable. 
     Y todo cesó.
     Choqué con una mujer de estilo vulgar, de "contratos compra-venta": «Te compró un tiempo que tú mismo haz de pagar. A cambio te vendo mi cuerpo, que sin duda disfrutarás», parecía ser su slogan, que llevaba tatuado en las piernas y los pechos descubiertos, en sus labios carmín y sus ojos de gata. 
     Concentré mi vista en su rostro... ¡Mariana! Me eché para atrás completamente aterrorizado. Di giros sobre mi propio eje tratando de encontrar una mano amiga... ¡Ninguna! ¡Miles de Marianas se encontraban a mi alrededor, con cara de burla estrafalaria y punzante!
     Estaba la Mariana secretaría y la bombera, la prostituta y la maestra, la estudiante y la camarera. 
     Pero ¿cuál era la real?

**

     Aunque las paredes no muestran más que una blancura ilusoria, te sigo viendo en todas partes. En el doctor que me atiende y en la enfermera que me alimenta. En los platos, almohadas y rendijas.
     A final de cuentas estamos sólo tu y yo. Pero esto no es lo que esperaba. 
     No hay duda: las peores locuras vienen tejidas con fibras de amor...







2 comentarios:

  1. Muy interesante, es cierto, el amor crea una realidad pegajosa y multiplicada, peor cuando es desamor. Saludos Misael, me ha gustado mucho tu blog.

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